Hace poco tuve la oportunidad de estar nuevamente en San Luis de la Paz y disfruté de la hospitalidad de mi tía Rebeca quien me recibió en su casa y me hizo sentir parte de ella, por la noche, al tratar de dormir y aguantar el frio terrible que hace por estas fechas, recordé la historia de “la macetita” que aunque es muy simple y recuerdo más por las emociones que por los hechos, voy a tratar de relatar.
El sexto año de primaria lo cursé en el Instituto San Luis Rey, que de hecho se llamaba Luis H. Ducoing, mi núcleo familiar (mamá y hermanos) sufría una serie de desajustes y limitaciones generadas principalmente por la reciente muerte de mi papá y lo más afectado era nuestra situación económica; como eran épocas navideñas, en mi salón de clases, en donde sólo habíamos 12 alumnos, se organizó un intercambio de regalos secreto “para fomentar la convivencia y amistad”, lo que en mi caso comenzó a generar angustia, ya que no tenía lana para comprar el dichoso regalito.
Mientras la maestra anotaba nuestros nombres y el suyo en sendos papelitos, yo iba sintiendo que mi banca se alejaba cada vez más de la escena, como cayendo en un agujero y las voces comenzaban a oírse cavernosas, todos decían que sí y alababan la idea y yo solo pensaba: “de donde carajos voy a sacar el regalo”, no consideraba la posibilidad de pedir dinero a mi mamá ya que sentía que no podía dármelo; las ideas se atoraban en mi cabeza y nada se me ocurría y de pronto: ¡la luz! ¡tengo la solución” voy a rezar para que me toque mi propio nombre y no diré nada, así no tendré que dar nada a nadie ¡Diosito me va a ayudar con eso!... sacamos los papelitos, a mi me sudaban las manos, una vez que tuve el mío comencé a desenrollarlo despacito, con los ojos cerrados, repitiendo mi oración “Diosito que sea el mío, que sea el mío, que sea el mío” y al abrir los ojos y leer mi angustia fue mayor, se me hizo un hoyo en la panza, sentí que Diosito me había abandonado, no solo no me tocó mi nombre ¡¡ME TOCO LA MAESTRA!!, nada podía ser peor.
Salí de la escuela y caminé frente a la parroquia y en el jardín, en la cabeza le daba vueltas a lo que en ese momento para mí era un problema mayúsculo, pensé en enfermarme y faltar, en desaparecerme por unos días, en irme de bracero y en todas las formas disparatadas e increíbles que me podían permitir no estar ahí el día del intercambio y de pronto: ¡la luz de nuevo! ¡otra bella solución divina!, “Diosito me va a ayudar, voy a caminar viendo el suelo a ver si me encuentro un billete para comprar el regalo”, caminé, frente y dentro de la parroquia, di la vuelta y fui a la alameda, regresé al mercado considerándolo un lugar más propicio para que a alguien se le hubiera caído dinero, me seguí hasta el mercado nuevo, recorrí calles y plazas viendo el suelo y rezando por el milagro que, como era lógico no se dio.
Todo parecía perdido, llegué a casa de mi tía Anna y para suerte mía, ahí estaba mi tía Rebeca. Yo creo que se dio cuenta de la angustia que me aquejaba y aunque por un error en mi forma de ser, casi siempre he tratado de resolver mis problemas yo solo y sin platicarlos con nadie, ese día mi tía supo hacerme hablar, me desahogue y le comenté el motivo de mi angustia y ella dijo: -¡ya sé! No te preocupes, vamos a la papelería-, la seguí hasta la calle de Mina, en la papelería que en ese momento tenía instalada casi junto al Colegio Gonzalo de Tapia, tomó una especie cesto pequeñito, como de mimbre, buscó un hule, se lo sujetó dentro, cortó un pedazo de listón y se lo ató alrededor haciendo un moño, regresamos a casa de mi tía Anna donde lo lleno con tierra de una maceta y seleccionó un brotecito nuevo de una de las muchas plantas que adornaban el patio en la casa de Guerrero 18, lo plantó y ¡se hizo la magia!, creó un bello y original regalo, al que para rematar le agregó una tarjetita que sujetó con un cordoncito dorado, ¡era el regalo perfecto!, nacido del más puro ingenio de mi tía Rebeca.
Caminé con el precioso regalo hasta mi casa que en ese entonces estaba rumbo a la central en la calle de Rayón; contento lo acomodé en la ventana de la habitación que compartía con mi hermano, le puse un poco de agua y me dormí tranquilo y satisfecho viendo la hermosa plantita en su elegante maceta.
Al otro día me fui temprano a la escuela, la idea era llegar antes que todos para esconder la plantita y no dejar que alguien la viera hasta el momento del intercambio, así le daría una sorpresa a mi maestra y compañeros; así lo hice, caminé sintiendo el frio matinal en la cara y en las manos, que era mitigado por un agradable calorcito que me producía en el corazón la brillante solución que me había obsequiado mi tía, llegué al salón vacío y escondí la plantita, en su bella maceta con listón y tarjetita; ahora deseaba enormemente que llegara el momento del intercambio que al fin llegó, acomodamos las bancas en círculo, cada uno con su regalo y yo viendo de reojo el sitio en donde estaba oculta la plantita y aguardando el momento de apantallar a todos con ella.
Otra vez iríamos sacando de una bolsa papelitos con los nombres, al aparecer el tuyo entregabas el regalo a quien te había tocado en suerte y que se había mantenido en secreto, salió uno, dos, tres y luego, en algún momento ¡mi nombre! Me levanté de la banca lentamente, adoptando una actitud teatral que aumentara el suspenso, caminé por el círculo de bancas y llegué al lugar donde se escondía la plantita, la tomé con cuidado y la lleve junto a mi pecho con una mano manteniéndola semioculta con la otra, caminé nuevamente entre el círculo y de pronto…
¡El desastre!
Todo pasó muy rápido, dos de mis compañeros estaban sentados en la paleta de los mesabancos jugueteando, cuando pasé frente a ellos uno empujó al otro, quien se fue de espaldas levantando ambos pies al frente y con ellos ¡pateo desde abajo la linda macetita! Vi en cámara lenta como volaba hacia el techo, la maceta se separó de la tierra que se regó en todas direcciones y la planta se desprendió para finalmente caer todo al suelo en medio del círculo de bancas; todos quedaron en silencio, en ese momento la angustia que sentí el día anterior se mezcló con la alegría que me había producido la brillante idea de mi tía, que en ese momento yacía regada por el piso, se me salieron las lágrimas de coraje, el panorama se volvió rojo y me abalancé a golpes contra los causantes de mi desgracia. La maestra se levantó y nos separó, nos hizo sentarnos alejados y se puso a levantar la maceta, la tierra y la planta que acomodó nuevamente lo mejor que pudo y me la entregó diciendo: -mira ya cálmate, no le pasó nada, quedó bien, ¿para quien es el regalo?- espere un momento para contestar ya que no quería que me saliera la voz entrecortada y con todo el aplomo que pude reunir le contesté: ¡pues, para usted, felicidades! … -ya vez, si me gustó, está bonita, gracias- e hizo una mueca que trataba de ser una sonrisa.
El día de clases terminó y salimos de vacaciones, a mi me dieron un balón de futbol con los colores del Léon, que no supe ni donde quedó. Nunca le dije del accidente a nadie, mucho menos a mi tía Rebeca, me sentía medio culpable de que su creación hubiera sido destruida.
Tenía mucho que no me acordaba de esto y hoy siento que lo más importante que me dejó el episodio, es esa agradable y reconfortante sensación de que, por más problemas y diferencias que existan, la familia es una red de seguridad que nos protege, solo requiere que nosotros queramos que sea así.
Hoy nuevamente le agradezco a mi tía Rebeca por el hermoso regalo que creó hace muchos años para ayudarme y la oportunidad de recordarlo durante la fria noche que recientemente pasé en su casa.
viernes, 17 de diciembre de 2010
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