Disfrutaba mucho la compañía de mis primos y esperaba días interminables a que llegaran las vacaciones para reunirnos (mi hermano y yo) con ellos en el rancho de los abuelos, una vez ahí ¡las posibilidades eran infinitas!, íbamos a nadar en la pila del pozo del rancho del tío güero o de la tía Carmen, dirigimos carretas y montamos burros, pastoreamos borregos y chivos, juntamos tunas, chilitos, mezquites, borrachitas, garambullos, toritos, jícamas en los “tajitos” o “gajitos”, estrellitas y mayitos, hongos y verdolagas, y no sé cuantas cosas más; hicimos fogatas, volamos aviones y papalotes, realizamos regatas en el bordo con barcos de caña de maíz que nosotros mismos fabricamos y perfeccionamos, lanzamos piedras para hacer “patitos”, tiramos con resorteras, hondas y con rifle, pusimos columpios, comimos tacos de nata, jocoque, pacholas, sopa de bolas, atole de maíz y muchas, muchas, muchas cosas más.
Fueron siempre unas excelentes vacaciones, cada vez que nos encontrábamos estábamos un poco más grandes. Normalmente formábamos dos equipos, el de Pilú y Fabio “los grandes” quienes mantenían una relación armoniosa y tersa y el de “los chicos” Pato y Yo, quienes gracias nuestro carácter más competitivo derivado de no ser los primogénitos, llevábamos una relación mucho más interesante e intensa, éramos propensos a entrar en situaciones de tensión con mucha facilidad y más de una vez terminamos agarrándonos a trancazos, afortunadamente nos llevamos sólo un año por lo que las peleas no eran tan disparejas y entre nosotros nos lastimábamos muy poco, ¡lo malo era cuando entraban nuestros hermanos a separarnos! Ellos sí eran más grandes y con el pretexto de evitar que nos siguiéramos golpeando terminaban dándonos una friega, a la que se agregaba el regaño de la abuela, sólo para Pato y para mí, por peleoneros.
Un buen día (o quizá debiera decir mal día), no recuerdo si a propuesta de la abuela o de alguno de nosotros, organizamos los equipos de siempre para recolectar los zapotes los blancos que crecían en el patio del frente de la casa, los árboles se llenaban de esos frutos de cáscara verde y carne blanca y blanda que al caer se despanzurraban ensuciando todo, por lo que para evitar que se desperdiciaran nos dedicamos a la pizca (en realidad nadie se los comía, cuando mucho los probábamos).
Fabio y Pilú se fueron por su lado y comenzaron a juntar zapotes con su método organizado, cordial y aburrido de siempre, pero… ¡Pato y Yo éramos harina de otro costal! Nos organizamos y yo corrí hasta el patio trasero de la casa para subir al techo y arrancar los zapotes que crecían en un árbol cercano a la puerta principal, desde arriba tomaba los zapotes y se los iba lanzando a Pato quien los cachaba con destreza de pie frente a la puerta, todo iba bien, la recolección avanzaba, pero de pronto ¡hizo su aparición el demonio del medio día! Alguien le hablo a Pato que volteo hacia dentro de la casa, yo tomé un gran y aguado zapote y haciendo mi mejor cálculo lo coloqué directamente sobre él para que al soltarlo cayera directo hacia donde se encontraba, la broma parecía buena y mi intensión no era lastimarlo (¡de verdad!), solté el zapote y de inmediato le hablé: “¡Patooo!” Él volteó hacia arriba en el preciso instante que el zapote lo alcanzaba por lo que se le estrelló en plena cara, lastimándolo y llenándole el rostro de zapote, bajo la pulpa blanca se puso rojo, lo que fue más que suficiente para que todo se incendiara: “¡Pinche Uli, lo hiciste a propósito!” Era cierto, debo reconocerlo, pero de primera intención lo negué: “¡No, tú te distrajiste, fue sin querer!”, ¡mentira vil! Que por supuesto nadie me creyó: “¡Bájate cabrón, ahorita vas a ver!” No me quedo más que aceptar el reto: “¡Órale no te tengo miedo pinche Pato, nos vemos en el patio de atrás!” ambos corrimos con la intensión de darnos un buen entre de madrazos, lo que no pudo ser ya que Pilú y Fabio corrieron al mismo tiempo para evitar la pelea y nos separaron, aprovechando cada uno para aplicarnos unos golpecillos a los hermanos chicos (¡abusivos!).
Otra vez ellos fueron los buenos (Pilú y Fabio) y nosotros los malos (Pato y Yo); sin embargo, como lo dije al principio y sin importar esos pleitos, cuando se acercaban las vacaciones siempre quería regresar a Vistahermosa para jugar con mis primos.
(Mis disculpas para Pato, más vale tarde que nunca).